Blogia

Relatos breves

"Retrincos: O Retrato". Castelao.

"Retrincos: O Retrato". Castelao.

Por amainala conciencia guindéi co meu tiduo de médico no fondo dunha gabeta, e busquéi outra maneira de me valer. As xentes non sabían que eu era dono de tan tremenda licencia oficial; mais unha noite foron requerídolos meus servizos.

Era domingo. Melchor, o taberneiro, agardaba por min ó pé da porta. Doume as "boas noites" e rompéu a chorar, e por antre os saloucos saíanlle verbas tan estruchadas que somentes logróu decirme que tiña un fillo a morrer.

O probe pai turraba por min, i eu deixábame levar, enfeitizado pola súa door. Dispóis de todo eu era médico tiduado e non podía negarme! E tiven tan fortes anceios de complacelo que sentín xurdir nos meus adentros unha gran cencia…

Cando chegamos á casa de Melchor logréi arriarme das súas mans, e con finxido acoitamento confeséille que sabía pouco da carreira…

–Repara que fai moitos anos que non visito enfermos.

I entón Melchor, facendo un esforzo, díxome quedamente:

–O meu fillo xa non precisa de médicos. Eu xa sei que o coitado non pasa da noite. E váiseme, señor; váiseme e non teño ningún retrato seu!

Ai, eu non fora chamado como médico; eu fora chamado como retratista, e no intre sentín ganas acedas de botarme a rir.

E por verme ceibe de xeira tan macabra díxenlle que unha fotografía era mellor que un deseño, aseguréille que de noite se poden facer fotografías, e botando man de moitos razonamentos logréi que Melchor largase de min á cata dun fotógrafo.

A cousa quedaba arrombada, e funme durmir, con mil ideas ensarilladas na chola.
Cando estaba prendendo no sono petaron na miña porta. Era melchor.

–¡Os fotógrafos din que non teñen magnesio!

E díxomo tremendo de anguria. A face albeira, e os ollos coma dous tetos de carne bermella de tanto chorar. Endexamáis fitéi a un home tan desfeito pola door. Pregaba, pregaba, e collíame as mans, e turraba por mín, e o malpocado decía cousas que me rachaban as entranas:

–Considérese, señor. Dous riscos de vostede nun papel e xa poderéi ollar sempre a cariña do meu neno. ¡Non me deixe na escuridade, señor!

¡Quén tería corazón para negarse! Collín papel e lápiz, e alá me fun con Melchor, disposto a facer un retrato do rapaz moribundo.

Todo estaba quedo e todo estaba calado. Unha luz cansa alumeaba, en amarelo, dúas facianas arrepiantes que ventaban a morte. O neno era o centro daquela pobreza da materia

Sen decir ren sentéime a dibucalo que ollaban os meus ollos de terra e somentes ó cabo de algún tempo conseguín afacerme ó drama que fitaba e aínda esquecelo un pouco, para poder traballar afervoado, como un artista. E cando o deseño estaba xa no seu punto a voz de Melchor, agrandada por tanto silenzo, firéume con estas verbas:

–Pola ialma dos seus difuntos, non mo retrate así. Non lle poña esa cara tan encoveirada e tan triste!

Confeso que ó volver á realidade non soupen que facer, e púxenme a repasalas liñas xa feitas do retrato. O silenzo foi esgazado novamente por Melchor:

–Vostede ben sabe cómo era o meu rapaciño. Faga memoria, señor, e dibúxemo rindo.

De súpeto nascéume unha gran idea. Rachéi o traballo, ensumín o meu ollar nun novo papel branco e dibuxéi un neno imaxinario. Inventéi un neno moi bonito, moi bonito: un anxo de retablo barroco, a sorrir.

Entreguéi o dibuxo e saín fuxindo, e no intre de poñelo de pé na rúa sentín que choraban dentro da casa. A morte viñera.

Agora melchor consólase ollando a miña obra, que está pendurada enriba da cómoda, e sempre dí coa mellor fe do mundo:

–Tiven moitos fillos, pero o máis bonito de todos foi o que me morréu. Velahí está o retarato que non minte.


FIN


Se vos interesa e queredes saber máis sobre este autor, podedes visitar o nullMuseo Castelao

"No se culpe a nadie". Julio Cortázar.

"No se culpe a nadie". Julio Cortázar.

El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas. por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahí arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fría, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.

FIN

Una muy buena páginna de este autor que no deberiáis dejar de visitar es la siguiente, en la que podréis encontrar interesantes archivos de audio con la voz del propio Cortázar cortázar

"Zoom 93"; enviado y escrito por José Jardón.

Situo o zoom no 93, este foi apenas o ponto de partida para un dia delirante. Desleixado agarrei a porta, as chaves e nada máis sair sentin ese cheiro a podre das vellas casas sen encanto, vivira ali desde que era un cativo, antes de que esa madeira que agora ranxe escurece-se. Baixei as escaleiras con seguranza co pensamento de visitar o número 93 da miña rua para experimentar o que nunca experimentara antes: asasinar unha persoa.

Era un dia triste, a xente paseaba indiferente sen nen sequer ollar-se, co medo inquisidor da crítica constante, e ali estaba eu no limiar da porta ainda con algunhas dúbidas de se dirixir-me ou non a ese número 93 da rua Amoedo. Logo de curtas reflexións éticas, con ollar certeiro e con rumo fixo procurei o nomeado número 93. A procura resultou ben fácil. Diante de min erguia-se un antigo prédio dos que habia a moreas nesta parte da cidade. Debia conseguir entrar, para isto e dado que non dispuña de porteiro sentei a mañá inteira no portal daquel sartego. Para a miña surpresa apareceu para abri-lo unha moza xeitosa que non se imutou coa miña incómoda presenza, cando abriu trabei con disímulo o portal co pé para posteriormente poder introducir-me naquel que pretendia ser o lugar da miña experiéncia mortal. Visto o aspecto de abandono que apresentaba o imóbel: sucidade, humidade, un cheiro insuportábel, un teito a piques de cair,..supuxen que non estaria habitado por moita xente polo que decidin seguir con sixilo á bela inquilina que vira entrar habia un anaco. A madeira que cobria o piso ranxia a cada paso, en cada chanzo o que me poderia delatar en calquer momento. Cando ela estaba polo segundo andar oin un ruído, alertado ollei como se abria a porta do 2ºA, unha muller enxuta con anteollos escuros ao ver-me perguntou –qué cona fas diante da miña porta, naquel extremo tiven esta disxuntiva: entrar na casa da vella ou ben ignorá-la e ir pola mociña; finalmente impuxo-se a covardia e resolvin asaltar a anciá. Batin-a e coa primeira hóstia caiu redonda, arrastei-na para dentro. Unha vez que a anciá acordou, atada de pés e mans, comezou desesperada a berrar na busca de axuda, ben sabia ela que lle seria un esforzo baldio, encanto a escoitaba ouvear busquei coa inseguranza do asanino inexperiente o revólver que levaba agochado no casaco, asin-o con forza pero con un pulso que hesitaba e devalaba e con un corazón que latexaba a un ritmo furibundo dirixin o cañón á tempa da aterrada señora...boom un forte estrondo no intramundo daquela modesta vivenda. Despois do disparo ollei para as fotografias que no lugar do asasínio habia, parecia que meapontaban co dedo, xa que desde aquel instante deixaban de estar na memória daquela desconfiada anciá.

Os meus cincos sentidos achaban-se turbados: o olfacto percebia o fresco odor da pólvora, os tímpanos aturdidos polo son enxordecedor do disparo e os ollos contemplaban ese burato na cabeza desa anónima señora, sangue nas paredes e no tapete, alén disto cometin a morbosa ousadia de apalpar a defunta, sentin-a fria. Con unha morbideza que non suspeitaba que posuia achegei-me para probar o seu sangue, queria saber cal era o seu sabor. Tiña un sabor inefábel que non me desagradou, mais avinagrado polo paso do tempo. Antes de marchar reparei nese corpo senecto, atado e case feminino enzoufado de sangue coa sensación por unha banda de que xa cumprira o obxectivo fixe: matar un ser humano, e pola outra banda de que a experiéncia mortal non me reportara a satisfación persoal que estaba a buscar desde o comezo deste periplo. Quizá aquela anónima señora mercé ao fatídico 93 tivo un final que nunca chegou a imaxinar. Coa sensación de insatisfación, de querer mesmo máis, sain daquel 2ºA e pechei sen preocupacións polas repercusións que aquilo traeria consigo.

Tal relampo veu á miña mente para acalmar a miña inquedanza e ansias de vinganza a mociña que vira entrar no prédio, sen dubidá-lo resolvin buscá-la e para iso timbrei unha a unha en todas as casas, ninguen contestou. A miña paciéncia tiña un limite, estiven por pensar que aquela rapaza ou fora froito da miña imaxinária ou se agachara polo estrépito do meu revólver; porén no último daquel escuro prédio encontrei ao fin unha agardada contestación. Era ela, abriu a porta con confianza o que con certeza infundiu respeito ao meu ímpeto. Con voz enérxica e decidida perguntou –que demo desexa? Apesar de que xa me reputaba un home despiedado aquela contundéncia deixou-me naquel instante sen reacción. Cando reaxin ante aqueles ollos que misturaban harmonicamente antipatia e malícia e aquela magra e alba figura contestei o primeiro que se me veu á cabeza –son o da funerária que ven cobrar a cuota trimestral. Aquela ollada tornou-se risada como se o que dixera fose algo tremendamente divertido. A continuación ela contestou –que razón hai para que a invulnerábel MORTE pague tributo para a sua inumación? Eu fiquei calado e en desconcerto porque viña procurando sangue nova e atopara non sabia o qué.

A muller convidou-me a entrar naquel seu fogar, hesitei durante un momento avaliando o que poderia encontrar no “inferno”, ao final pudo máis as ansias de redención que a prudéncia e o sentido comun. Xa dentro, na entrada da casa, observei que tiña un visíbel apego ao pasado (vellas fotografias , unhas flores murchas, un reloxo que deixara de marcar as horas, necrolóxicas penduradas da parede, un vello Xesus Cristo coa testa amputada e cheio de pó...), isto polo contrário non me botou atrás porque decidira actuar sexa como for. Vista a entrada propuxo-me ir ao salón para falarmos, eu aceitei. Naquel salón surprendeu-me nada máis ve-lo a omnipresenza da imaxe en retratos, fotografias, óleos,.. de un home. Non atopei contra aos meus preconceitos nen velas, nen caveiras, nen unha estrela de cinco picos debuxada con sangue no chan. Iluso. Cando sentamos perguntei sen circunlóquios quén é que era ese que nos ollaba desde calquer lugar do salón, ela tras cavilá-lo dixo –este foi o único mortal ao que algun dia amei, mais morreu vítima das suas próprias equivocacións. Todavia coa dúvida entre os beizos insistin na miña inquisición –cais foron esas equivocacións? A morte farfullou –crer que a vida era eterna. Esta aseveración causalmente alentou a razón pola que eu fora a aquela vivenda: resarcir-me do insatisfatório asasínio do 2ºA.

Mans á obra, cabeza fria e pulso agora firme porque o obxectivo desta vez era máis móbel, era carne xove e por riba de todo enfrontaba-me á morte. Agardei despois dunha hora de absurda conversa a que ela se afastara de min, asi aconteceu, foi mexar ao cuarto de baño. Cando saiu agarrei-na in fraganti e din-lle sen compaixón co canto de un dos marcos dos mútiplos retratos daquel misterioso home, coa intención de deixá-la inconsciente, o topetazo foi rotundo e preciso. Acheguei-me ao lugar do que viñera para apagar a luz, e enriba da tampa do retrete encontrei várias papelas de heroína; apaguei-na. Con ese corpo inerme sentin que debia actuar con prontitude asi que segurei de novo o meu revólver, observei o número de balas que tiña no tambor, ainda tres, e apontei cara ese corpo delgado e fráxil atirado no chan. Pensando na insatisfación que me producira o primeiro asasinato non quixen rematar de un xeito tan rápido, asi que esperei a que recobra-se a consciéncia para a torturar. Ainda adurmiñada polo golpe que lle asestara acordou, mesmo asi non abandonara o seu mirar desfiante e maligno. Vendo que se encontraba fortemente atada de mans coa cadeia da cisterna do retrete perguntou con voz rouca –que é o que pretendes incauto, xogar coa morte? A miña resposta foi afirmativa –levo-a buscando desde o comezo do dia e non vou descansar até que non a disfrute en carne alleia. Aí escomecei unha série de torturas para comprobar a sua mortalidade. Para observar como sofria fun procurar un garfo á cociña para rabuñar-lle as pernas, fixen-o con especial sadismo agardardando que emitise os primeiros berros de dor, mais non o fixo, eu notoriamente irritado aumentei a miña violéncia, desta vez cravando-lle o garfo con saña na parte anterior dos pés. O sangue abrollaba en abundáncia e os gritos de dor non tardaron en se escoitar, a morte era humana, sofria, sentia. Esta sensación de superiodade deu-me azos para continuar a actuar contra a morte, pensando con delírio no fogo eterno no que arden eternamente os impios collin un botellin de álcool etílico de 90º para deitá-lo na cabeza da morte, para que sentise na sua pel o fogo purificador do averno en un devastador xogo de vinganza e divertimento. A cabeleira da rapaza ardia con furor, e como antes non pudo evitar berrar coa inaguentábel dor que lle producia. En un acto de boa fe resolvin sufocar o fogo botando-lle un pouco unha manta por riba que atopei nunha habitación interior. Non plenamente satisfeito, posto que non queria que a morte levase consigo unha derradeira imaxe do mundo ao que tanto fixera sofrer, precisaba privar á morte de vista, para iso empreguei o primeiro que pasou polas miñas mans, as chaves da sua casa. Os nervos iniciais converteran-se daquela en templanza. Aquelas chaves enferruxadas perseguiron o seu obxectivo sen dilación destrozando os seus globos oculares, a visión da imisericorde morte desta vez coincidia coa negritude do seu vestir. Derrotara á morte mais non consumara a miña obra para a plena satisfación. Tirei do casaco o revólver e co leve sorriso dos que cren cumprido o seu cometido disparei á sua caluga, a morte caiu sen remisión.

Esquivei o que se puxo diante dos meus pés e abandonei aquela casa con mellor sensación do que na anterior saída. Desde logo gostara máis do asasínio desta segunda vítima xa que ollara in situ cómo pode chegar a sofrer até o extremo unha persoa e cómo de despiedada pode sé-lo outra o que me fixo de feito recapacitar. Mentres baixaba as escaleiras o cheiro a podre do prédio seguia aí e iria a máis cando os corpos fosen apodrecendo, en realidade era algo que non me importaba. Non sen tempo estaba fora despois de horas de peripécias mortais. O mundo “real” permanecia igual, a xente camiñaba ignorando-se sen saber que aquel dia poderia ser o da...

Situo o zoom de Word no 100 e gardo o texto antes de observá-lo na vista preliminar. O tempo asignado que hoxe temos os internos para usar os computadores está rematando polo que teño que acabar aqui o meu relato.

Un psicótico no meu exílio.

"El pájaro azul". Rubén Darío.

"El pájaro azul". Rubén Darío.

PARÍS es teatro divertido y terrible. Entre los concurrentes al café Plombier, buenos y decididos muchachos - pintores, escultores, poetas - sí, ¡todos buscando el viejo laurel verde! ninguno más querido que aquel pobre Garcín, triste casi siempre, buen bebedor de ajenjo, soñador que nunca se emborrachaba, y, como bohemio intachable, bravo improvisador.
En el cuartucho destartalado de nuestras alegres reuniones, guardaba el yeso de las paredes, entre los esbozos y rasgos de futuros Clays, versos, estrofas enteras escritas en la letra echada y gruesa de nuestro amado pájaro azul.
El pájaro azul era el pobre Garcín. ¿No sabéis por qué se llamada así? Nosotros le bautizamos con ese nombre.
Ello no fue un simple capricho. Aquel excelente muchacho tenía el vino triste. Cuando le preguntábamos por qué cuando todos reíamos como insensatos o como chicuelos, él arrugaba el ceño y miraba fijamente el cielo raso, nos respondía sonriendo con cierta amargura...
-Camaradas: habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro, por consiguiente...

* * *

Sucedía también que gustaba de ir a las campiñas nuevas, al entrar la primavera. El aire del bosque hacía bien a sus pulmones, según nos decía el poeta.
De sus excursiones solía traer ramos de violetas y gruesos cuadernillos de madrigales, escritos al ruido de las hojas y bajo el ancho cielo sin nubes. Las violetas eran para Nini, su vecina, una muchacha fresca y rosada que tenía los ojos muy azules.
Los versos eran para nosotros. Nosotros los leíamos y los aplaudíamos. Todos teníamos una alabanza para Garcín. Era un ingenuo que debía brillar. El tiempo vendría. Oh, el pájaro azul volaría muy alto. ¡Bravo! ¡bien! ¡Eh, mozo, más ajenjo!

* * *

Principios de Garcín:
De las flores, las lindas campánulas.
Entre las piedras preciosas, el zafiro. De las inmensidades, el cielo y el amor: es decir, las pupilas de Nini.
Y repetía el poeta: Creo que siempre es preferible la neurosis a la imbecilidad.

* * *

A veces Garcín estaba más triste que de costumbre.
Andaba por los bulevares; veía pasar indiferente los lujosos carruajes, los elegantes, las hermosas mujeres. Frente al escaparate de un joyero sonreía; pero cuando pasaba cerca de un almacén de libros, se llegaba a las vidrieras, husmeaba, y al ver las lujosas ediciones, se declaraba decididamente envidioso, arrugaba la frente; para desahogarse volvía el rostro hacia el cielo y suspiraba. Corría al café en busca de nosotros, conmovido, exaltado, casi llorando, pedía un vaso de ajenjo y nos decía:
-Sí, dentro de la jaula de mi cerebro está preso un pájaro azul que quiere su libertad...

* * *

Hubo algunos que llegaron a creer en un descalabro de razón.
Un alienista a quien se le dio noticias de lo que pasaba, calificó el caso como una monomanía especial. Sus estudios patológicos no dejaban lugar a duda.
Decididamente, el desgraciado Garcín estaba loco.
Un día recibió de su padre, un viejo provinciano de Normandía, comerciante en trapos, una carta que decía lo siguiente, poco más o menos:
"Sé tus locuras en París. Mientras permanezcas de ese modo, no tendrás de mí un solo sou. Ven a llevar los libros de mi almacén, y cuando hayas quemado, gandul, tus manuscritos de tonterías tendrás mi dinero."
Esta carta se leyó en el Café Plombier.
-¿Y te irás?
-¿No te irás?
-¿Aceptas?
-¿Desdeñas?
¡Bravo Garcín! Rompió la carta y soltando el trapo a la vena, improvisó unas cuantas estrofas, que acababan, si mal no recuerdo:

¡Sí, seré siempre un gandul,
lo cual aplaudo y celebro,
mientras sea mi cerebro
jaula del pájaro azul!

* * *

Desde entonces Garcín cambió de carácter. Se volvió charlador, se dio un baño de alegría, compró levita nueva, y comenzó un poema en tercetos, titulado: El pájaro azul.
Cada noche se leía en nuestra tertulia algo nuevo de la obra. Aquello era excelente, sublime, disparatado.
Allí había un cielo muy hermoso, una campiña muy fresca, países brotados como por la magia del pincel de Corot, rostros de niños asomados entre flores; los ojos de Nini húmedos y grandes; y por añadidura, el buen Dios que envía volando, volando, sobre todo aquello, un pájaro azul que sin saber cómo ni cuando anida dentro del cerebro del poeta, en donde queda aprisionado. Cuando el pájaro canta, se hacen versos alegres y rosados. Cuando el pájaro quiere volar abre las alas y se da contra las paredes del cráneo, se alzan los ojos al cielo, se arruga la frente y se bebe ajenjo con poca agua, fumando además, por remate, un cigarrillo de papel.
He aquí el poema.

* * *

Una noche llegó Garcín riendo mucho y, sin embargo, muy triste.
La bella vecina había sido conducida al cementerio.
-¡Una noticia! ¡una noticia! Canto último de mi poema. Nini ha muerto. Viene la primavera y Nini se va. Ahorro de violetas para la campiña. Ahora falta el epílogo del poema. Los editores no se dignan siquiera leer mis versos. Vosotros muy pronto tendréis que dispersaros. Ley del tiempo. El epílogo debe titularse así: De cómo el pájaro azul alza el vuelo al cielo azul.

* * *

¡Plena primavera! Los árboles florecidos, las nubes rosadas en el alba y pálidas por la tarde; el aire suave que mueve las hojas y hace aletear las cintas de los sombreros de paja con especial ruido! Garcín no ha ido al campo.
Hele ahí, viene con traje nuevo, a nuestro amado Café Plombier, pálido, con una sonrisa triste.
-!Amigos míos, un abrazo! Abrazadme todos, así, fuerte; decidme adiós con todo el corazón, con toda el alma... El pájaro azul vuela.
Y el pobre Garcín lloró, nos estrechó, nos apretó las manos con todas sus fuerzas y se fue.
Todos dijimos: Garcín, el hijo pródigo, busca a su padre, el viejo normando. Musas, adiós; adiós, gracias. ¡Nuestro poeta se decide a medir trapos! ¡Eh! ¡Una copa por Garcín!
Pálidos, asustados, entristecidos, al día siguiente, todos los parroquianos del Café Plombier que metíamos tanta bulla en aquel cuartucho destartalado, nos hallábamos en la habitación de Garcín. Él estaba en su lecho, sobre las sábanas ensangrentadas, con el cráneo roto de un balazo. Sobre la almohada había fragmentos de masa cerebral. ¡Qué horrible!
Cuando, repuestos de la primera impresión, pudimos llorar ante el cadáver de nuestro amigo, encontramos que tenía consigo el famoso poema. En la última página había escritas estas palabras: Hoy, en plena primavera, dejo abierta la puerta de la jaula al pobre pájaro azul.

* * *

¡Ay, Garcín, cuántos llevan en el cerebro tu misma enfermedad!

FIN

Si lo deseáis podréis encontrar información sobre este autor: Rubén Darío

"Persecuta". Mario Benedetti.

"Persecuta". Mario Benedetti.

Como en tantas y tantas de sus pesadillas, empezó a huír, despavorido. Las botas de sus perseguidores sonaban y resonaban sobre las hojas secas. Las omnipotentes zancadas se acercaban a un ritmo enloquecido y enloquecedor.

Hasta no hace mucho, siempre que entraba en una pesadilla, su salvación había consistido en despertar, pero a esta altura los perseguidores habían aprendido esa estratagema y ya no se dejaban sorprender.

Sin embargo esta vez volvió a sorpenderlos. Precisamente en el instante en que los sabuesos creyeron que iba a despertar, él, sencillamente, soñó que se dormía.

FIN

Tenéis a vuestra disposición esta página sobre el autor: Mario Benedetti

"En punto". Quim Monzó.

"En punto". Quim Monzó.

Dice el diccionario que es puntual quien hace una cosa exactamente en el momento señalado. Eso quiere decir que, si quedas citado a las siete, eres puntual si te presentas a las siete. Hasta aquí todo claro. Lo que ya no queda tan claro es cómo definir a quien, habiendo quedado citado a las siete, a las seis ya está dando vueltas por calles cercanas a la del lugar del encuentro, y a las seis y media se para al lado del quiosco, que es el lugar acordado, más que nada porque es viernes y los viernes los quioscos florecen como jardines en tiempo de primavera: todos los periódicos de fin de semana aparecen de golpe, y a la hora de esperar hay pocas cosas más distraídas que observar lentamente portadas de revistas (y de libros, que llenan los escaparates laterales). A las siete menos cuarto, sin embargo, ya están vistas todas las portadas y, como todavía falta un cuarto de hora, no queda otro remedio que comprar finalmente una revista o un periódico y hojearlo perezosamente. Cuando llegas a la última línea de la última columna de la última página (que es la única que hay que leer: la de entretenimientos), son las siete y no hay ninguna razón para sentirse cansado de esperar, ya que en realidad la espera todavía no ha empezado. El tal individuo, que es puntual (está en el sitio exactamente en el momento señalado) y al mismo tiempo impuntual (había llegado antes de tiempo: no exactamente en el momento señalado, pues), soy, en este caso, yo, que continúo sin saber cómo definir esta impuntual puntualidad exacerbada que arrastro desde pequeño, para desgracia mía y sorpresa de las personas con quienes me cito, que acostumbran a ser obsesivamente impuntuales. Ser impuntual puede querer decir quedar a las siete y presentarse a las siete y un minuto, o a las siete y cinco minutos, o a las siete y cuarto, o a las siete y media, o a las nueve, o a las diez. (Que muchos impuntuales lo son porque disfrutan haciéndose esperar es tan obvio que no hay que darle más vueltas). Si, finalmente, la persona con quien te citas acaba por no presentarse, entonces deja automáticamente de ser impuntual para convertirse en un, o una, caradura. Si, afortunadamente, conocéis las costumbres de aquel a quien esperáis, podéis clasificarlo en la categoría adecuada, e incluso excusarle un retraso (o sorprenderos de una puntualidad fuera de lo común, o preocuparos por un accidente que no ha existido). Si no conocéis sus hábitos en las citas, el riesgo y la aventura se abren ante vuestro futuro inmediato y, muy probablemente, os convertiréis durante un largo rato en un maniquí impertérrito que se apoya en muros y farolas, maquinando deliciosas venganzas y clasificando, a modo de distracción, todos los tipos de puntual e impuntual con los que los hados nos enfrentan a lo largo de la vida.
ëste era mi caso: desconocía completamente los hábitos formales de la chica a la que esperaba (siempre me la había encontrado a la salida de la central nuclear, que es donde trabajo yo; y ella también: de eso la conozco). Bien: a las siete y cuarto había mirado todas las portadas y leído no uno, sino dos periódicos (para ser exactos, undiario y una revista). A y media empecé a preocuparme por si habíamos quedado en otro sitio; por si habíamos quedado a otra hora; por si ella había entendido otro sitio u otra hora; por si era yo quien lo había entendido mal; por si le había pasado algo; por si sehabia echado atrás y decidido no venir (¡y yo que había pasado la aspiradora por la moqueta y colocado champán en la nevera, con la esperanza de una noche loca!); por si el tráfico era caótico en alguna zona de la ciudad (recordé, sin embargo, que no tenía coche y, por tanto, el caos automovilístico no la afectaba); por si era el metro lo que no funcionaba (un choque: los vagones descarrilados: los cadáveres por el andén: ¿el de ella también?); por si alguna otra causa se lo había impedido: la madre atropellada por un taxi: el padre caído por el agujero de un ascensor; el hermano pequeño (¿tenía algún hermano, pequeño o mayor?) detenido por traficante de balas de colores. A las nueve empecé a considerar la posibilidad de tomar una decisión. A las nueve y cuarto cerraron el quiosco (y el quiosquero, mientras bajaba la persiana de hierro, me miró como quien mira a un fantasma, o a un ladrón). Pensé que sería bueno tomar un café en el bar que había justo enfrente del quiosco, por si ella aparecía batiendo el récord de impuntualidad del país, que es bastante considerable. Pedí un café con leche.
A las diez (ya habréis imaginado que las cosas no pasaban, ni pasan, exactamente cada cuarto de hora: precisar, además, los minutos sería cargante) pagué el café con leche, y mientras me volvía hacia la puerta vi, sentada en una mesa, mirándome sonriente, a Helena. (No nos emocionemos antes de tiempo: Helena no era la chica a la que yo había estado esperando toda la tarde. la chica a la que yo había estado esperando toda la tarde se llamaba Hortènsia. De paso me presentaré: me llamo Hilari.) Helena había sido novia mía en la universidad, hasta hacía un año: cuando acabé la carrera acabé con Helena. Ahora nos besábamos en las mejillas.
-Cómo has cambiado...
-No mucho, creo. A ti te encuentro igual.
-Hacía un año que no nos veíamos. Y parece que haga más. Te encuentro más gordo. ¿A qué te dedicas? ¿Qué haces? Cuéntame cosas.
-Es que...
-Siéntate. Me da no sé qué verte de pie. ¿Has crecido? Te veo más alto.
-¡No seas bestia! ¿Cómo quieres que crezca a estas alturas de la vida?
-¿Qué tomas?
-Eee... Un coñac.
Cogí una silla y me senté. De golpe, no tenía ningunas ganas de que Hortènsia apareciese y me viese con Helena. Dudaba si era mejor irme enseguida y correr el riesgo de que Hortènsia llegase al quiosco justo entonces (cosa muy improbable: estaba claro que pertenecía a la raza de los caraduras), o quedarnos allí y correr otro riesgo: que Hortènsia llegase un poco más tarde, entrase en el bar y nos descubriese.
- Te he visto cuando entrabas, hace media hora.
No se me ocurrió preguntarle por qué no me había dicho nada.Pensé que, si yo no la había visto entrar (cosa muy extraña, ya que había estado junto al quiosco toda la tarde), ¿cuánto tiempo hacía que estaba en el bar? ¿Me había estado observando, pasmarote abandonado junto al quiosco, obviamente esperando a alguien que no llegaba, ni ha llegado? (¿Y ella, esperaba a alquien? ¿Me lo preguntaría a mí? Si lo hacía, ¿qué debía contestarle yo?)
-¿Hace mucho que estás aqu´´i?
Estratega de andar por casa, había preguntado yo primero.
-UN rato. Hace tanto frío que he entrado a tomar algo caliente.
¿Qué era para ella un rato? ¿Qué patrón debía utilizar para juzgar si un rato era corto o largo? Y aquello del frío que hacía... ¿Se burlaba? Quedamos callados unos momentos, o un momento, o quizá unos fragmentos de momento que parecieron segundos larguísimos. Tenía que decir algo: los hechos imprevisto (y aquel encuentro era uno de ellos) me desconciertan. A ella debía pasarle una cosa parecida, porque yo no había contestado su última pregunta y no parecía haberse dado cuenta. Fuimos tirando pelotas fuera. De golpe, Helena empezó a hablar seriamente:
-Cuando dejamos de vernos me sentí fatal. Muy mal. DE verdad. No hace falta volver a hablar de eso: los dos sabemos lo que pasó. Yo... No lo sé. Decidimos no echarnos las culpas el uno al otro. De acuerdo. Sólo quiero explicarte que, al mismo tiempo que me sentía tan hundida, me sentía muy bien, muy bien de una manera extraña: era como si volviese a ser yo (y no me gusta esta frase: me parece barata). Pocos días después de que rompiésemos fui al cine, sola, ponían no sé qué. Fui al cine y, cuando salía, en el vestíbulo me fijé en el suelo, enmoquetado en tonos rojizos, con cuadros grandes. Y era como si siempre lo hubiese visto, pero ahora, por primera vez, lo contemplase. Como si nunca antes lo hibiese contemplado. Y, a pesar de estar deshecha, me sentía segura, observando aquella moqueta y aquellos sofás grises y aquellas puertas lacadas de negro, y tenía ganas de hablar con alguien, de ligarme a algún maromo que fuese muy romántico, muy blando, muy tierno. No sé si me explico bien: el udno, bueno o malo, estaba allí para mí, y estaba muy jodida, mucho; pero era yo la que estaba jodida. Y luego, cuando salí a la calle y vi los coches, y la gente, me gustaba pensar que no tenía que estar a tal hora en tal sitio para encontrarme con tal persona y que podía, no lo sé, tomarme una horchata, o ir a aver otra película, o volver a ver la misma, o sentarme en un banco a esperar que pasase el camión de la basura. O encontrarme con quien quisiese, o estar sola.
Yo no abía la boca. Ella dejó de hablar un momento, quizá sólo para tomar aliento, porque inmediatamente continuó:
_Durante este año he salido con uno de la facultad (yo todavía no he acabado): Hipòlit. No sé si te acuerdas de él: uno alto y pelirrojo, con la nariz enorme, que jugaba a baloncesto. Nos hemos estado viendo hasta hace una semana, cuando quedamos y no compareció.
-¿Quedasteis citados y no vino?
-Exacto. Luego llamó, al día siguiente, excusándose. Y le creí, porque la excusa (lo comprobé enseguida) era cierta. A veces pasan cosas como ésta y no tiene importancia. Pero aquel día vi muy claro que Hipòlit y yo habíamos acabado hacía tiempo; no por la tontería de no comparecer a la cita. Aquello había sido el detonante: de repente lo vi claro. Aquella sensación que te decía, de volver a reconocerme en el mundo, te la he descrito tan apasaionadamente porque ahora la estoy volviendo a vivir, y la moqueta rojiza es la que he visto esta tarde en el cine.
Mientras Helena hablaba, había ido disculpándole todas y cada una de las putadas que me había hecho tiempo atrás: digamos que volvía a estar razonablemente enamorado de ella. Empecé a dudar si de verdad la había odiado tanto durante quel año. Hizo el ademán de irse. Le insinué que nos viéramos. Agachó la cabeza, me miró y dudó. Insistí: ¿el lunes?
-El lunes a mí no me va bien.
-A mí tampoco, ahora que lo pienso.
-El martes a mí no.
-A mí sí, pero si a ti no...
-El miércoles tampoco.
-¿Y el jueves? No. El jueves a mí no. ¿Y el viernes? El viernes me va bien.
-El viernes no puedo. ¿Sabes lo que pasa?: cada vez que rompo con un novio, me lleno las horas haciendo cursillos. Cuando rompí contigo, me puse a estudiar italiano. Ahora he empezado alemán.
-Pues, en fin, mira, no sé...
-¿Y mañana? Mañana me va bien. Si no, tendremos que esperar hasta no sé cuándo.
Quedamos de acuerdo. Nos veríamos al día siguiente: en aquel mismo bar a las siete de la tarde. EN casa, encontré una llamada en el contestador autmático: Hortènsia no había podido venir poruqe, media hora antes de la cita, se había puesto enferma. Lo sentía mucho. Había llamado cuando yo ya no estaba en casa: a las seis.
Al día siguiente, sábado, dormía hasta la tarde. No recordaba si Helena era muy impuntual o sólo un poco. POr si acaso, decidí representar el papel del pequeño impuntual, que hace parecer menos anhelante; llegaría al bar a las siete y tres minutos. Sin embargo, puntual impuntualmente exarcebado como soy, a las seis ya estaba tres calles más allá, mirando escaparates. Compré castañas y me las fui comiendo lentamente,buscando papeleras para tirar las cáscaras. EScandalosamente puntual con mis decisiones, a las siete y tres minutos llegué ante el bar, eché un vistazo rápido al quiosco y al quiosquero (que me miró al bies, como si me tuviese visto) y entré en el bar. Me senté en una mesa y pedí anís. Los cuartos de hora fueron fluyendo, uno tras otro: Helena no comparecía. A las nueve me fui: compré un periódico en el quiosco. A mi lado, comprando otro, estaba Hortènsia, sorprendida de verme allí y lamentando no haber podido comparecer el día anterior; señalaba al culpable: un dolor de estómago terrible provocado por una comida mal digerida. Ahora, sin embargo (yu lo lamentaba mucho=, tenía prisa: quedamos citados para el día siguiente. Al día siguiente esperé sólo hasta las ocho y media: Hortènsia no se presentó. En la esquina me encontré a Helena, que iba con el tiempo justo: deprisa y corriendo se disculpó por no haber comparecido el día anterior. Quedamos para el día siguiente (ya se las arreglaría, me prometió, para cancelar las ocupaciones que tenía a aquella hora). Al día siguiente no se presentó. En la otra acera, sin embargo, topé con Hortènsia, que intentaba tomar el mismo taxi que yo (y que tomamos juntos): se excusó muchísimo y me pidió que nos encontrásemos al día siguiente. Al día siguiente esperé inútilmente y, harto, volví a casa caminando, dando una vuelta por las ga lerías de arte. Ante un magritte me encontré con Helena, que se excusó.
Las imaginé conchabadas: eran amigas y se pitorreaban de mí; se reían cada tarde, contándose dónde y cómo me habían encontrado , qué cara había puesto yo. Seguí el juego durante un mes. Hasta que me cansé.Quedé con una de ellas y no comparecí. En vez de ir al bar donde habíamos quedado, me escondí en el de enfrente, y observé a distancia si aquella con la que no había quedado observaba desde algún sitio para seguirme en cuanto yo saliese del bar y, entonces, encontrarse casualmente conmigo. Estaba en la barra cuando se me acercó un chico no del todo desconocido: alto y pelirrojo, y con pinta de jugador de baloncesto.
-Tú debes ser Hilari -dijo.
Hice que sí con la cabeza.Le hice saber mi suposición de que él era Hipòlit, el ex novio de Helena. Empezamos a hablar.Él no había acudido a la cita con Helena, un mes y algunos días atrás, por el mismo motivo por el que yo no lo había hecho aquella tarde. Evidentemente, conocía a Hortènsia y había pasado por los mismo escalones que yo. Recordamos los tiempos de la facultad (alejados en un año para mí, pero todavía actuales para él). Decidimos cenar juntos y, mientras cenábamos, tratamos de averiguar por qué actuaban así. ¿Y si no lo hacían motu proprio? Quizá no éramos los únicos burlados de aquella manera, y la ciudad estaba lena de payasos como nosotros. Quizá era una conjura mundial: las mujeres de todos los países se habían unido en una jugada magistral para volver locos a los hombres, antes de asestarles el golpe final e instaurar un nuevo matriarcado. Pedimos la tercera botella de champán. Era necesario, urgentemente, avisar al mundo de nuestro hallazgo, organizar a los hombres ante el peligro. Hipòlit sugirió un contraataque: uno de los dos tendría que conocer a una ex novia del otro, citarla y no presentarse él, sino el otro: la rueda empezaría a girar: todos los hombres en el mundo, se citarían con todas las mujeres, y ni unos ni otros acudirían a las citas.
A altas horas de la madrugada nos dijimos adiós. Quedamos para el día siquiente, para concretar la estrategia: a tal hora y en tal sitio. Evidentemente, al día siguiente, sobrio, no me presenté.

FIN

He encontrado bastantes páginas con infomación sobre el autor, pero casi todas en catalán. La siguiente está disponible también en español y en inglés: Quim Monzó

"La colección". Anton Chejov.

"La colección". Anton Chejov.

Hace días pasé a ver a mi amigo, el periodista Misha Kovrov.1 Estaba sentado en su diván, se limpiaba las uñas y tomaba té. Me ofreció un vaso.

-Yo sin pan no tomo -dije-. ¡Vamos por el pan!

-¡Por nada! A un enemigo, dígnate, lo convido con pan, pero a un amigo nunca.

-Es extraño... ¿Por qué, pues?

-Y mira por qué... ¡Ven acá!

Misha me llevó a la mesa y extrajo una gaveta:

-¡Mira!

Yo miré en la gaveta y no vi definitivamente nada.

-No veo nada... Unos trastos... Unos clavos, trapitos, colitas...

-¡Y precisamente eso, pues y mira! ¡Diez años hace que reúno estos trapitos, cuerditas y clavitos! Una colección memorable.

Y Misha apiló en sus manos todos los trastes y los vertió sobre una hoja de periódico.

-¿Ves este cerillo quemado? -dijo, mostrándome un ordinario, ligeramente carbonizado cerillo-. Este es un cerillo interesante. El año pasado lo encontré en una rosca, comprada en la panadería de Sevastianov. Casi me atraganté. Mi esposa, gracias, estaba en casa y me golpeó por la espalda, si no se me hubiera quedado en la garganta este cerillo. ¿Ves esta uña? Hace tres años fue encontrada en un bizcocho, comprado en la panadería de Filippov. El bizcocho, como ves, estaba sin manos, sin pies, pero con uñas. ¡El juego de la naturaleza! Este trapito verde hace cinco años habitaba en un salchichón, comprado en uno de los mejores almacenes moscovitas. Esa cucaracha reseca se bañaba alguna vez en una sopa, que yo tomé en el bufete de una estación ferroviaria, y este clavo en una albóndiga, en la misma estación. Esta colita de rata y pedacito de cordobán fueron encontrados ambos en un mismo pan de Filippov. El boquerón, del que quedan ahora sólo las espinas, mi esposa lo encontró en una torta, que le fue obsequiada el día del santo. Esta fiera, llamada chinche, me fue obsequiada en una jarra de cerveza en un tugurio alemán... Y ahí, ese pedacito de guano casi no me lo tragué, comiéndome una empanada en una taberna... Y por el estilo, querido.

-¡Admirable colección!

-Sí. Pesa libra y media, sin contar todo lo que yo, por descuido, alcancé a tragarme y digerir. Y me he tragado yo, probablemente, unas cinco, seis libras...

Misha tomó con cuidado la hoja de periódico, contempló por un minuto la colección y la vertió de vuelta en la gaveta. Yo tomé en la mano el vaso, empecé a tomar té, pero ya no rogué mandar por el pan.

FIN

Si queréis encontrar información biográfica sobre el autor visitad la página siguiente: biografía Chejov ; pero si queréis leer más cuentos, encontraréis un gran número aquí: cuentos Chejov

"Luz e sombra", enviado y escrito por Ruco

Na lamela orballa con lentitude; cada pinga parece agardar o empurrón do vento para moverse, e no intre de agardar, fórmase un fume de incenso enriba dos carballos; éstes, cunha calma de pesadelo, e noutra agonía estacional de outono, permiten as tebras da noite pendurar das súas follas. Unha voráxine de silvas e fentos, lame as pólas máis baixas con desexo.

Baixo un leito de follas e cuberto de vermes, vive un home imposible neste bosque; nacido dunha lamela e baixo a lei da natureza, vive agora ó pé do sol, que acolle ós seus ollos cun raio cegador.

Os seus ollos perseguían ó sol como cazador á presa, cada día achegábase máis, un día acadaba o cumio dun penedo, o seguinte rubía por unha árbore, o outro chega onda un outeiro. Pero necesitaba achegarse máis, e a imposibilidade desto, frustrábao.

Chegou o día no que decidiu voar, facer unhas ás coma as das aguias ou as dos falcóns. Así foi que se puxo ó traballo; coas primeiras, feitas de faísca, lanzouse por unha gándara, e foi rompe-los ósos nunha fervenza; coas segundas, feitas de follas, obtivo un resultado semellante. Cando ía polas décimas, e de novo fracasou; comprendeu entre bágoas que cada intento era un novo fracaso, e que xamáis acadaría os ceos por moito que o tentase.

Pasou un tempo de desesperanza, ata que escoitou algo no seu interior, un laído demente, un berro convulso, unha dor no peito, que rubiu polas súas costas e rebentou na súa cabeza, e cos golpes sentía tantariña-las súas pernas, e ó fin caeu derrubado, perdendo a consciencia.

Espertou coa lama abalaándoo; tentou suspirar pero non puido, tentou falar, pero non sentiu senón un torrente de burbullas pola súa gorxa; cuns ollos opacos tampouco puido ver, pasando a man pola súa face inexpresiva, advertiu que nin sequera tiña face; abraiado, trémulo, cunha doorosa presión no ventre, palpou moi lentamente as súas costas, e encolleuse cun arrepío, cando foi palpando polas inmensas ás, que, noxentas, penduraban das súas costas. Mirou sen ollos cara ó ceo, surxindo dentre as árbores como un anxo dentre as nubes; bateu con forza as ás cara o sol, mentres o vento arrincáballe pingas de lama do seu corpo,¡e os seus ollos abríanse!, rompendo o fío que os pechara.

A cada intre atopábase máis preto das nubes, e cando chegou por enriba delas, pouco a pouco sentiu coma os ceos cubríano de pequenos cristaíños; convertido en xeo, dificultando o seu voo, mentras a rixidez facíase cos seus membros; comezou a caer, chegando ó pouco o golpe contra o mar, cando xa só era cachos do que fora; e alí ficou ás ordes do mar escoitando a resposta da escuridade.